En Ecuador, la violencia contra periodistas y comunicadores se ha intensificado con fuerza en los últimos años. Casos recientes como el asesinato de Pablo Ronald Farías, locutor de radio en El Carmen el 30 de agosto de 2025; el de Xavier Ramos, colaborador de El Universo en Guayaquil el 21 de agosto de ese mismo año; y el de Patricio Aguilar, director del periódico comunitario El Libertador en Quinindé el 4 de marzo, reflejan una dinámica de ataques mortales contra quienes difunden información en un país atravesado por el narcotráfico y el crimen organizado.
La muerte del periodista y candidato presidencial Fernando Villavicencio en 2023 fue un punto de inflexión. Su asesinato demostró hasta qué punto los grupos criminales podían atentar contra voces críticas sin temor a consecuencias. Ese mismo año, se registraron 224 agresiones contra comunicadores, un aumento del 870 % respecto a 2020, y al menos 11 periodistas tuvieron que exiliarse para proteger su vida.
Hasta hace pocos años, estos crímenes eran inusuales en Ecuador. El asesinato más recordado era el del equipo de El Comercio en 2018, secuestrado y ejecutado en la frontera con Colombia. Sin embargo, desde 2022, la violencia escaló al ritmo de la expansión del narcotráfico: la tasa de homicidios subió de 7,8 por cada 100.000 habitantes en 2020 a más de 40 en 2023, haciendo del país uno de los más violentos de la región y situando a los periodistas como blancos cada vez más vulnerables.
La impunidad se ha convertido en un factor central. Ninguno de los asesinatos de periodistas ha sido plenamente resuelto en los tribunales ecuatorianos. Esta falta de justicia convierte los crímenes en “rentables”: cada muerte detiene investigaciones, intimida a otros comunicadores y protege los vínculos entre el crimen organizado y actores del poder político.
El espejo más cercano es México, donde más de 100 periodistas han sido asesinados desde el año 2000 y la impunidad supera el 95 %. En regiones dominadas por carteles, silenciar comunicadores forma parte de la estrategia criminal para controlar el relato público. Ecuador parece avanzar por la misma senda: los asesinatos no traen consecuencias judiciales y generan el silencio buscado por los grupos armados.
Italia ofrece un contraste. Allí, la mafia asesinó a periodistas como Giuseppe Fava y Giancarlo Siani en los años ochenta. Pero tras el asesinato de los jueces Falcone y Borsellino en 1992, el Estado reaccionó con fuerza: creó tribunales especializados, fortaleció la protección a testigos y estableció medidas de seguridad para reporteros amenazados. Desde 1993, no se han registrado asesinatos de periodistas a manos de la mafia.
Actualmente, alrededor de 20 periodistas italianos viven bajo protección policial permanente. Esa política cambió la ecuación: los grupos criminales entendieron que cada ataque contra comunicadores traía consigo una fuerte respuesta judicial y social que ponía en riesgo sus operaciones. En Ecuador, por el contrario, no existe un programa nacional de protección y las investigaciones rara vez llegan hasta los autores intelectuales.
La conclusión es clara: Ecuador necesita con urgencia un sistema integral de protección para periodistas y comunicadores, así como una justicia independiente capaz de enfrentar a los responsables. Mientras el narcotráfico siga incrustado en el Estado y la impunidad sea la norma, asesinar periodistas o locutores seguirá siendo un negocio rentable para quienes temen la verdad.