domingo, 28 de abril de 2013

Ernesto Carriȯn

Ernesto Carrión nació en Guayaquil, Ecuador, en 1977. Ha colaborado con la prensa escrita, realizado trabajos de crítica literaria, ejercido la docencia y participado en encuentros literarios fuera y dentro de su país.  Textos suyos han aparecido en revistas y antologías latinoamericanas. Ha trabajado en poesía el libro La muerte de caín, cuarteto formado por los poemarios: El Libro de la Desobediencia, 2002; Carni vale, Premio Nacional de Literatura “César Dávila Andrade”, 2002; Labor del Extraviado, 2005 y La Bestia Vencida (inédito). También participó en el libro colectivo Porque nuestro es el exilio, Eskeletra editores, Quito, 2006. Actualmente trabaja en el quinteto Los duelos de una cabeza sin mundo. El poemario Demonia Factory -parte de ese nuevo trabajo- ganó el VI Premio Latinoamericano de Poesía Ciudad de Medellín, 2007.


El libro de la desobeciencia despierta las aguas mansas de la fe cristiana con versos como Cuán alto han elevado construcciones por temor al cielo, dando certezas y no preguntas como Yo sé que el cielo es sólo un enigma donde coloca el crimen sus guardianes.  Con conocimiento de la Creación en el Génesis, las metáforas y la construcción a ratos autómata apuntalan a un sólo sitio: la desobediencia a la divinidad imperante.


Resurrección

El bosque y la fogata me aguardan cerca.

Bajo el brazo, la alforja de los sueños,
Se columpia.

Y sabias las flores se recogen
Hacia un principio donde ya no habrá peligros.

¿Pero dónde está dios para danzar conmigo, a esta hora en que la victoria es sólo otra máscara de la derrota?

Húmedo, aguardo como la arena aguarda por la ola. Donde la muerte está entretenida con sus pesadillas.

El hombre
I

Quizá es cierto que el verbo era el principio, y no el misterio que despierta el grano y la emboscada, o el error frenético que no puede quebrarnos, que al menos esta vez carga la sangre.

¡Oh mundo de hombres ahí escondidos para nadie! De peces como pequeñas burbujas que nadie besa, de flores que hacen sobre el hierro sus jóvenes desastres. Que sólo sirves para desnudarme y desnudarte, que violas mi silencio aún de rodillas. Que prestas la piel, hoy bosque de cuchillos, para atravesar la luz, los tiempos y a los otros.
Que me diste la infancia para deslumbrarme, la juventud para luchar contigo, y la vejez para vencerme.
Yo no quiero la sangre de tu espejo, pero canto.

Si supieras qué triste es la luna que aparece rubia sobre tus escombros. Que todo miedo de palpar lo que la luz resiste, ha hecho un imperio de esta cuna de bárbaros y verbos. Que a veces el tiempo parece penetrar por mi ventana, parece que existiera; y aunque tengo ganas de callar, el aire que me ignora invade el pecho, y baja por el labio. Y aunque hundido en el dolor y la belleza, parece una caricia.

Los cantos de la sal
IV

El día comenzaba como un inmenso texto ante mis ojos.
Y desde nosotros, todo era resplandor que ocultaba el movimiento.
Iremos al mar, decías, donde todo se reanuda sobre el deterioro.
Donde crecen las piedras sobre mi mano.
Te acariciaba la luz como a una víbora envuelta entre las nubes.
Y tu vano aliento se equilibraba en un arco de miradas lentas, pero mías.
Recuerdo que saltabas precipicios para intentar la vida.

Todavía florece de ese sueño tú única manera de volver.
                                                    La única que conozco.

Cuando éramos y no después del gozo, mil recuerdos.

El libro de la desobediencia
(21)

Tiene la noche el escudo más herido.

Y el pasto a lo lejos se advierte
Como un antiguo instrumento para medir la espera.

Mutilados los árboles por las veredas
Recuerdan como un sueño
La fiesta de las aves.

Luciérnagas encienden por segundos sus torres de aire.
Y la luna muestra su trono inagotable y espeso.

Nada reclamaremos a la vejez cuando llegue.

Nada a la juventud, por extirpar la infancia.

Carta personal
VIII (personae)

Qué, sino este tránsito de silencio, quedará de nosotros.
Qué, sino esta pesadilla de sentir lo falso y dulce.

Hay quienes, incluso por temor, recuerdan todo.
(Y llaman rostro a este campo de susurros).

Si todo lo que vive, es sólo ajenamente semejante.
Si haber estado en todas partes, de algún modo,
Fue como nunca haber estado.

(De El libro de la desobediencia, 2002)

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