lunes, 29 de abril de 2013

Manuel Maples Arce

Poeta mexicano, fundador del estridentismo. Estudió la primaria en Tuxpan y la preparatoria en Jalapa y Veracruz, donce escribió para los diarios El Dictamen y La Opinión. En 1920 se mudó a la capital, donde se obtuvo el título de abogado en la Escuela Libre de Derecho (1925).


Andamios interiores, poemas radiográficos, el primer poemario vanguardista de un mexicano publicado en México el 15 de julio de 1922, forma parte de nuestra biblioteca para reencontrarnos con los inicios de la vanguardia en América Latina, que inauguraron el movimiento estridentista y que en primer instante causó críticas mayormente negativas. Sus metáforas desaforadas y adjetivaciones insólitas se contrapusieron con lo que criticó Jorge Luis Borges argumentando que no es dable "urdir metáforas de una plenaria novedad".  Con tremenda carga futurista por las máquinas que describe, con el movimiento y la electricidad, este libro desborda nuestros sentidos y nos hace volver las páginas a la historia.

Prisma

Soy un punto muerto en medio de la hora,
equidistante al grito náufrago de una estrella.
Un parque de manubrio se engarrota en la sombra,
y la luna sin cuerda
me oprime en las vidrieras.
                                             Margaritas de oro
                                             deshojadas al viento.

La ciudad insurrecta de anuncios luminosos
flota en los almanaques,
y allá de tarde en tarde,
por la calle planchada se desangra un eléctrico.

El insomnio, lo mismo que una enredadera,
se abraza a los andamios sinoples del telégrafo,
y mientras que los ruidos descerrajan las puertas,
la noche ha enflaquecido lamiendo su recuerdo.

El silencio amarillo suena sobre mis ojos.
¡Prismal, diáfana mía, para sentirlo todo!

Yo departí sus manos,
pero en aquella hora
gris de las estaciones,
sus palabras mojadas se me echaron al cuello,
y una locomotora
sedienta de kilómetros la arrancó de mis brazos.


Hoy suenan sus palabras más heladas que nunca.
¡Y la locura de Edison a manos de la lluvia!

El cielo es un obstáculo para el hotel inverso
refractado en las lunas sombrías de los espejos;
los violines se suben como la champaña,
y mientras las ojeras sondean la madrugada,
el invierno huesoso tirita en los percheros.

Mis nervios se derraman.
                             La estrella del recuerdo
naufragada en el agua
del silencio.
                    Tú y yo
                               coincidimos
                               en la noche terrible,
meditación temática

deshojada en jardines.

Locomotoras, gritos,
arsenales, telégrafos.

El amor y la vida
son hoy sindicalistas,

y todo se dilata en círculos concéntricos.


Todo en un plano oblicuo...

En tanto que la tisis —todo en un plano oblicuo—
paseante de automóvil y tedio triangular,
me electrizo en el vértice agudo de mí mismo.
Van cayendo las horas de un modo vertical.

Y simultaneizada bajo la sombra eclíptica
de aquel sombrero unánime,
se ladea una sonrisa,
mientras que la blancura en éxtasis de frasco
se envuelve en una llama d’Orsay de gasolina.

                                           Me debrayo en un claro
                                           de anuncio cinemático.

Y detrás de la lluvia que peinó los jardines
hay un hervor galante de encajes auditivos;
a aquel violín morado le operan la laringe
y una estrella reciente se desangra en suspiros.

Un incendio de aplausos consume las lunetas
de la clínica, y luego —¡oh anónima de siempre!—

desvistiendo sus laxas indolencias modernas,
reincide —flor de lucro— tras los impertinentes.

                                           Pero todo esto es sólo
                                           un efecto cinemático,
porque ahora, siguiendo el entierro de coches,
allá de tarde en tarde estornuda un voltaico
sobre las caras lívidas de los “players” románticos,
y florecen algunos aeroplanos de hidrógeno.

En la esquina, un “umpire” de tráfico, a su modo,
va midiendo los “outs”, y en este amarillismo,
se promulga un sistema luminista de rótulos.

Por la calle verdosa hay brumas de suicidio.


Tras los adioses últimos…

Tardes alcanforadas en vidrieras de enfermo,
tras los adioses últimos de las locomotoras,
y en las palpitaciones cardíacas del pañuelo
hay un desgarramiento de frases espasmódicas.

El ascensor eléctrico y un piano intermitente
complican el sistema de la casa de “apartments”,
y en el grito morado de los últimos trenes
intuyo la distancia.

A espaldas de la ausencia se demuda el telégrafo.
Despachos emotivos desangran mi interior.

Sugerencia, L-10 y recortes de periódicos;
¡oh dolorosa mía,
tú estás lejos de todo,
y estas horas que caen amarillean la vida!


En el fru-fru inalámbrico del vestido automático
que enreda por la casa su pauta seccional,
incido sobre un éxtasis de sol a las vidrieras,
y la ciudad es una ferretería espectral.

                                  Las canciones domésticas
                                  de codos a la calle.

(¡Ella era un desmayo de prestigios supremos
y dolencias católicas de perfumes envueltos
a través de mis dedos!)

Accidente de lágrimas. Locomotoras últimas
renegridas a fuerza de gritamos adiós,
y ella en 3 latitudes, ácida de blancura,
derramada en silencio sobre mi corazón.

domingo, 28 de abril de 2013

Ernesto Carriȯn

Ernesto Carrión nació en Guayaquil, Ecuador, en 1977. Ha colaborado con la prensa escrita, realizado trabajos de crítica literaria, ejercido la docencia y participado en encuentros literarios fuera y dentro de su país.  Textos suyos han aparecido en revistas y antologías latinoamericanas. Ha trabajado en poesía el libro La muerte de caín, cuarteto formado por los poemarios: El Libro de la Desobediencia, 2002; Carni vale, Premio Nacional de Literatura “César Dávila Andrade”, 2002; Labor del Extraviado, 2005 y La Bestia Vencida (inédito). También participó en el libro colectivo Porque nuestro es el exilio, Eskeletra editores, Quito, 2006. Actualmente trabaja en el quinteto Los duelos de una cabeza sin mundo. El poemario Demonia Factory -parte de ese nuevo trabajo- ganó el VI Premio Latinoamericano de Poesía Ciudad de Medellín, 2007.


El libro de la desobeciencia despierta las aguas mansas de la fe cristiana con versos como Cuán alto han elevado construcciones por temor al cielo, dando certezas y no preguntas como Yo sé que el cielo es sólo un enigma donde coloca el crimen sus guardianes.  Con conocimiento de la Creación en el Génesis, las metáforas y la construcción a ratos autómata apuntalan a un sólo sitio: la desobediencia a la divinidad imperante.


Resurrección

El bosque y la fogata me aguardan cerca.

Bajo el brazo, la alforja de los sueños,
Se columpia.

Y sabias las flores se recogen
Hacia un principio donde ya no habrá peligros.

¿Pero dónde está dios para danzar conmigo, a esta hora en que la victoria es sólo otra máscara de la derrota?

Húmedo, aguardo como la arena aguarda por la ola. Donde la muerte está entretenida con sus pesadillas.

El hombre
I

Quizá es cierto que el verbo era el principio, y no el misterio que despierta el grano y la emboscada, o el error frenético que no puede quebrarnos, que al menos esta vez carga la sangre.

¡Oh mundo de hombres ahí escondidos para nadie! De peces como pequeñas burbujas que nadie besa, de flores que hacen sobre el hierro sus jóvenes desastres. Que sólo sirves para desnudarme y desnudarte, que violas mi silencio aún de rodillas. Que prestas la piel, hoy bosque de cuchillos, para atravesar la luz, los tiempos y a los otros.
Que me diste la infancia para deslumbrarme, la juventud para luchar contigo, y la vejez para vencerme.
Yo no quiero la sangre de tu espejo, pero canto.

Si supieras qué triste es la luna que aparece rubia sobre tus escombros. Que todo miedo de palpar lo que la luz resiste, ha hecho un imperio de esta cuna de bárbaros y verbos. Que a veces el tiempo parece penetrar por mi ventana, parece que existiera; y aunque tengo ganas de callar, el aire que me ignora invade el pecho, y baja por el labio. Y aunque hundido en el dolor y la belleza, parece una caricia.

Los cantos de la sal
IV

El día comenzaba como un inmenso texto ante mis ojos.
Y desde nosotros, todo era resplandor que ocultaba el movimiento.
Iremos al mar, decías, donde todo se reanuda sobre el deterioro.
Donde crecen las piedras sobre mi mano.
Te acariciaba la luz como a una víbora envuelta entre las nubes.
Y tu vano aliento se equilibraba en un arco de miradas lentas, pero mías.
Recuerdo que saltabas precipicios para intentar la vida.

Todavía florece de ese sueño tú única manera de volver.
                                                    La única que conozco.

Cuando éramos y no después del gozo, mil recuerdos.

El libro de la desobediencia
(21)

Tiene la noche el escudo más herido.

Y el pasto a lo lejos se advierte
Como un antiguo instrumento para medir la espera.

Mutilados los árboles por las veredas
Recuerdan como un sueño
La fiesta de las aves.

Luciérnagas encienden por segundos sus torres de aire.
Y la luna muestra su trono inagotable y espeso.

Nada reclamaremos a la vejez cuando llegue.

Nada a la juventud, por extirpar la infancia.

Carta personal
VIII (personae)

Qué, sino este tránsito de silencio, quedará de nosotros.
Qué, sino esta pesadilla de sentir lo falso y dulce.

Hay quienes, incluso por temor, recuerdan todo.
(Y llaman rostro a este campo de susurros).

Si todo lo que vive, es sólo ajenamente semejante.
Si haber estado en todas partes, de algún modo,
Fue como nunca haber estado.

(De El libro de la desobediencia, 2002)

martes, 9 de abril de 2013

Aurelio Arturo


Este poeta, abogado colombiano y magistrado de la corte de trabajo y de la corte militar, de paso lento, como lector y traductor de varios poetas de lengua inglesa, es considerado el mejor poeta de su país en el siglo XX. Pese a su escasa obra, con un único libro que presentamos a continuación, amigo de varios piedracielistas pero no inmiscuido en el ambiente literario de lleno.


Este poemario que consta de 14 poemas, recopilados de revistas literarias y demás publicaciones, nos envuelve con su poesía de musicalidad que algunas veces se aproxima al simbolismo, con reiteraciones con temas obsesivos como la niñez, las sombras, la luz, la noche.

CANCIÓN DE AYER
a Esteban

Un largo, un oscuro salón rumoroso
cuyos confines parecían perderse en otra edad balsámica.
Recuerdo como tres antorchas áureas nuestras cabezas inclinadas
sobre aquel libro viejo que rumoraba profundamente en la noche.

Y la noche golpeaba con leves nudillos en la puerta de roble.
Y en los rincones tantas imágenes bellas, tanto camino
soleado, bajo una leve capa de sombra luciente como terciopelo.

La voz de Saúl me era una barca melodiosa.
Pero yo prefería el silencio, el silencio de rosas y plumas,
de Vicente, el menor, que era como un ángel
que hubiese escondido su par de alas en un profundo armario.

Mas, ¿quién era esa alta, trémula mujer en el salón profundo?,
¿quién la bella criatura en nuestros sueños profusos?
¿Quizá la esbelta beldad por quien cantaba nuestra sangre?
¿O así, tan joven, de luz y silencio, nuestra madre?

O acaso, acaso esa mujer era la misma música,
la desnuda música avanzando desde el piano,
avanzando por el largo, por el oscuro salón como en un sueño.

(A ti, lejano Esteban, que bebiste mi vino,
te lo quiero contar, te lo cuento en humanas, míseras palabras:
Cuando estás en la sombra, cuando tus sueños bajan
de una estrella a otra hasta tu lecho,
y entre tus propios sueños eres humo de incienso,
quizá entonces comprendas, quizá sientas,
por qué en mi voz y en mi palabra hay niebla).

Un largo, un oscuro salón, talvez la infancia.
Leíamos los tres y escuchábamos el rumor de la vida,
en la noche tibia, destrenzada, en la noche
con brisas del bosque. Y el grande, oscuro piano,
llenaba de ángeles de música toda la vieja casa.


CANCIÓN DE LA NOCHE CALLADA

En la noche balsámica, en la noche,
cuando suben las hojas hasta ser las estrellas,
oigo crecer las mujeres en la penumbra malva
y caer de sus párpados la sombra gota a gota.

Oigo engrosar sus brazos en las hondas penumbras
y podría oír el quebrarse de una espiga en el campo.

Una palabra canta en mi corazón, susurrante
hoja verde sin fin cayendo. En la noche balsámica,
cuando la sombra es el crecer desmesurado de los árboles,
me besa un largo sueño de viajes prodigiosos
y hay en mi corazón una gran luz de sol y maravilla.

En medio de una noche con rumor de floresta
como al ruido levísimo del caer de una estrella,
yo desperté en un sueño de espigas de oro trémulo
junto del cuerpo núbil de una mujer morena
y dulce, como a la orilla de un valle dormido.

Y en la noche de hojas y estrellas murmurantes,
yo amé un país y es de su limo oscuro
parva porción el corazón acerbo;
yo amé un país que me es una doncella,
un rumor hondo, un fluir sin fin, un árbol suave.

Yo amé un país y de él traje una estrella
que me es herida en el costado, y traje
un grito de mujer entre mi carne.

En la noche balsámica, noche joven y suave,
cuando las altas hojas ya son de luz, eternas...

Mas si tu cuerpo es tierra donde la sombra crece,
si ya en tus ojos caen sin fin estrellas grandes,
¿qué encontraré en los valles que rizan alas breves?,
¿qué lumbre buscaré sin días y sin noches?

(De Morada al sur, 1945)