sábado, 11 de octubre de 2014

EL HIMNO NACIONAL

Un lunes por la mañana en el colegio Dominga Paredes de Adoum, el ambiente es frío a pesar del nacionalismo que calienta los corazones de los estudiantes al cantar el himno nacional, del humo del tripamishi que golpea los vientres congelados de los perros vagabundos, del lodo cobijando las botas de profesores que se entremezclan con sus piernas en una argamasa de caminantes errantes. El corazón es un meteorito en la Antártida. La bandera enarbolada es sólo un señuelo para una muestra de amor.
Todos los profesores deben salir de la oficina central –o de su oficina personal, si es un docente destacado– para dar alaridos de náufrago, simulando lo más parecido el canto fervoroso hacia un prócer de la patria. De pronto, entre el ruido del cántico general, se pierde un pequeño forcejeo de la puerta con tranca del rectorado, donde se proyecta a todo el colegio el himno nacional.
–Marcos, no seas tan cabrón –murmulla Antonio debajo de la mesita del proyector de sonido–. No les voy a cortar el himno nacional por mi súplica de amor. Deja que se termine la primera estrofa aunque sea. Los dos serán cánticos de amor.
–Pero no te vayas a ahuevar como siempre –dice Marcos con los ojos casi salidos de sus órbitas por el esfuerzo que hizo para sacar la tranca de la puerta–.
«Levantando la muerte hasta el golfo, con las botas ensangrentadas, don Adolfo» se escucha desde los desvencijados altavoces del balcón del rectorado que colinda con el patio. Nadie se pregunta quién será don Adolfo ni de qué golfo hablará el himno. Como si no fuera bien sabido que todos los cantos épicos son un enjambre de chauvinismo y sangre; un sinsentido. Y ahí están: todos los alumnos con la mano izquierda reposada en el pecho, como si no supiesen que el corazón está en el otro lado, cantan a todo pulmón ese himno desde el gran charco de lodo en el centro del patio.
Abruptamente se corta el himno, hay interferencia, golpes en el micrófono, caras de confusión entre los profesores y caras ávidas de novedad entre los estudiantes. Suena la voz de puberto enamorado de Antonio:
–Maestra Laura, usted nos ha enseñado que el corazón está en nuestro pecho, es cierto. Reprobé en el exámen porque marqué que era falso, es cierto. ¿Acaso no se da cuenta? Mi corazón ya no me pertenece, no está en mi pecho, está en su…
–Cabroncito, ya córtala o nos la van a cortar a nosotros –dice Marcos sin importar que lo que dijese se escucharía en los altavoces–. Era un «Te amo, Laura», no un lamento boliviano.
La licenciada Laura del Pozo está tan sonrojada no por el piropo del alumno, sino porque ya tiene los achaques de la menopausia. A veces le dan sofocaciones que se juntan con asuntos inesperados como este. Ya no le caben más ojeras en el rostro cansado que tiene ojeras dentro las ojeras. Es un manojo de llanto en silencio que se advierte en sus ojos. ¿Cómo llorar si no es en el himno nacional? Ahí los lamentos se fundirían y pasarían desapercibidos. Ella suspira en el ambiente:
–Debe ser Antonio y sus locuras…
Un conseje que estaba cerca de la profesora alcanza a escuchar el nombre de Antonio y salta despavorido hacia donde se emite el himno todos los lunes por la mañana.
–¡Antonio y sus locuras –exclama el conserje–! ¡Antonio y una mano que le rompe el rostro! ¡Antonio y su camiseta ensangrentada!
La profesora Laura sabía que no le era indiferente al conserje que parecía que todo le daba asco: los niños sucios, las aulas sucias, los pasillos sucios. Es tan irónico como otras cosas en la escuela. Ahí va el conserje con el grito de guerra en la garganta para salvar a su amada de un mocoso. Antonio y Marcos han escuchado los gritos del conserje. Se sobresaltan, no saben qué hacer con el micrófono ni con sus vidas, y comentan entre ellos:
–Grita su nombre –dice Antonio– para causar confusión.
Marcos lo queda viendo atónito, pensando que el amor a su compañero de clases, a su sabandija de confianza, a su compinche de malos amores, era sincero como la pobre bandera en manos del abanderado. Todos saben que el gordo con gafas de culo de botella que funge de abanderado le pega a su abuelita cuando no le da dinero para comprar las láminas educativas en el bazar para ser el primero en la clase. Es que esa ansia febril por ser el primero menoscaba la idea de ser cada día mejores, mejores que nosotros mismos, no mejores que los otros.
–¡Te amo Laura –grita Marcos por el micrófono y salen en estampida–!
La profesora Laura reconoce la voz de Marcos y sólo sonríe. Cuando los chicos se enamoran no piensan en otra cosa que no sea en eso. Antonio piensa en eso y también piensa que el conviviente de la profesora Laura la maltrata. Es un albañil con mal aspecto, ojos rasgados, cara rasgada, brazos rasgados por el rudimentario trabajo y una camisa tan sucia que pareciera la única los lunes cuando la acompaña hasta la puerta de la entrada. Las sospechas de Antonio surgen el día en que la profesora Laura vino con un morado en el pómulo argumentando que estaba en clases de boxeo. Antonio sabe que la profesora es tan floja que no hace el mínimo esfuerzo físico. Sabe que vive a pocas cuadras del colegio y sin embargo toma un bus que la deja en frente. Antonio cree que la profesora se podría ir a vivir con él y la mamá, que veinte años de diferencia no son nada. Antonio mismo tiene casi veinte años y cree que sin la profesora no ha vivido nada. Luego se pregunta en voz alta:
–¿Y si la profesora Laura lo que quiere es –se dice especulando– un obrero; un albañil con la mano tosca que sepa acariciar en momentos donde pide la taza de azúcar en la mesa, una mano tosca que sepa acariciar cuando hace calor pero frío en el alma, una mano tosca que sepa acariciar a un animal de la calle delante de ella para simular que es una persona altruista?
Antonio pone sus manos en el piso y mira a Marcos diciendo:
–Cárgame a modo de carretilla, cabroncito. Nos vamos de acá.
Marcos levanta del piso las piernas de Antonio y salen a toda carrera por el pasillo donde los espera el conserje enamorado.
FIN