miércoles, 20 de febrero de 2013

Ver para creer


Se escucha un sonido opaco en el fondo del tarro del mendigo que yace desparramado en la acera como si fuera un monigote, con los ojos pintarrajeados de blanco. Los automóviles pasan vertiginosamente sin detenerse, así que no puede ser un mortal que pretende comprar su estadía en la eternidad por una moneda. Tampoco podría ser un peatón que cruzaba por ahí, ya que los párpados ciegos no habían registrado cambios de luz repentinos. El mendigo introduce su mano y siente otro proyectil en su cabeza; la boca se convierte en un contorsionista de circo ruso, que se convierte en un hombre bala expulsado por el cañón, dibujando en el aire un «¡Puta madre, otra vez se me cagó el cielo!» La bandada de palomas emprende la huida sobre el mendigo que limpia la escena del crimen con una franela.

Son las once de la noche y una camioneta se detiene ante el mendigo agrupando las monedas por su tamaño. Un palito en forma de bastón lo guía hasta la parte posterior, se trepa en el balde y al llegar a su casa, el conductor saca cinco dólares del tarro y le dice: «Mira, José FelizAno, dos para la gasofa.» Desde el interior de la casa se escuchan sollozos de mujer, los perros emanan ladridos que se evaporan con el calor, y el lodo penetra los zapatos del desdichado mientras ingresa por la puerta de retablos. Hay santos amotinados en una especie de altar fabricado caseramente, la mujer emite un saludo desde el piso: «Mi amor, estoy rezándole a San Eduardo, que dicen que cura a la gente ciega.» El hombre sonríe diciendo: «Mija, a mí el cielo se me vive cagando encima, pero veamos qué pasa», y tantea las paredes hasta llegar a su rostro, besa torpemente su oreja pretendiendo besar su frente. «Léeme los números de la lotería, a ver qué nos ganamos», comenta. «Cómo vas a ver, pendejo —acota la esposa—, si nunca rezas…», agarra al santo del pescuezo y se retiran a la habitación.

El sol de la mañana se abalanza hasta la ventana, sobre el mosquitero cuelgan mosquitos sedimentados, el sudor de la mujer la ha pegado a la sábana del catre, toca su proximidad buscando al marido que no está ahí. «Mi amor —dice al ciego la mujer que ha salido hasta el umbral de la puerta—, deja ese bastón que hoy es domingo», él se parte en un llanto que podría llenar algunos charcos, o tanques, ¡o cisternas con sus lágrimas! «¡Carajo, puedo ver!», grita con todas sus tripas. La esposa se desploma en sus hombros y le dice «¡Gracias a San Eduardo, esto es un milagro!» La respuesta relampaguea al instante: «¿¡Qué milagro va a ser si ya no tengo trabajo!?»

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