viernes, 9 de noviembre de 2012

José, el indigente


En el barrio de La Garzota pasan vendedores ambulantes –o deambulantes– de hayacas y humitas a las 6 de la mañana; escuchas un “¡el gas!” y le dices –Gas, deme uno. – nadie conoce el nombre del chico; afiladores de cuchillos que están a punto de colgar los guantes de su antiguo oficio, camionetas con megáfonos que vocean los precios de las frutas –nunca falta el adjetivo “jugosas” –. Cada voz es única y reconocible, como si se hubiera perfeccionado con el paso del tiempo.

José es un personaje en esta zona, y nos visita de vez en cuando. Algunas veces se le roba un guineo a Norma, la dueña de la tienda y ella sale corriendo, con su acento en la punta de la lengua, a recriminarle su fechoría; en otras ocasiones, le “baldea” el piso de afuera al veterinario de la esquina y él le paga con un dólar. Los domingos suele ir a mi casa para que le regale ropa que no uso, y yo que uso poca, le doy lo que puedo. A veces le compro algo de comida en un kiosko de hamburguesas. Prefiero darle comida a dinero, pese a que ya no fuma nada –así dice–.

Los domingos en la mañana, no pueden faltar merodeando los predicadores con paraguas y faldas largas. Un timbre sin tocar puede acarrearles el fuego eterno y nosotros padecemos sus ganas de salvarse. Están sedientos de presentarme a Dios en un libro. Creo que ya han perdido la fe conmigo porque hace tiempo que no vuelven a mi casa y ya los comienzo a extrañar. Recuerdo de repente un versículo que dice “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber…” Pasa José –“mi amigo”, como lo conocen en mi casa– por la otra acera, me hace de la mano y me grita –¡Jefe!, ¿tiene algo?– Rebusco entre el armario alguna camiseta que ya no me quede y se la doy.

Es chistoso porque yo puedo ser amigo de Dios, mientras los religiosos que operan en el sector lo buscan incensantemente todos los domingos, teniéndolo tan cerca.

Así transcurren los días, con los ladrones que asaltan a los caminantes con rumbo a tomar su bus para el trabajo; o los vecinos que nunca te devuelven el saludo; o los chamberos –no freegans– que rebuscan entre las fundas de basura, antes de que pase el camión recolector, algún pedazo de pollo en buen estado, un poco de arroz.

José sigue visitándonos, sigue robándose guineos, yo lo sigo ayudando. Y mientras Dios es un camaleón, los timbres siguen sonando.

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