martes, 29 de enero de 2013

Fever


Me sumerjo un rato en mi cama. Mi cama, empapada del sudor que se vierte a borbotones de mi cuerpo. Mi cuerpo tiene una fiebre de los mil infiernos y parece que estoy a punto de parir otros cuerpos incandescentes. Es que estoy que me cago, o ya estoy cagado y no me di cuenta. Las voces se derriten en las puertas, rasgan mis paredes carniformes. Esto se parece al Guayaquil Ardiente pero sin Gustavo Navarro y sin las peladotas. Creo que con la calentura –que no se confunda con excitación– comienzo a pensar huevadas. ¡De este incendio sale el agua que lo debería estar apagando! Escucho unos pasos desde el tuétano de la casa. Se alejan. No espero la infantería blanquísima o un perro que me lama las heridas chamuscadas pero no quiero quedarme solo con esta maldita hoguera bárbara. Debería ponerle todas las trancas a la puerta desde aquí, inmediatamente, para quemarnos todos o nadie. Mi brazo se estira como una anaconda solitaria en la selva. Esta selva plegada en nueve metros cuadrados de viento que me aviva hasta la saciedad. Nadie se baja de la camioneta en llamas. Soy el pájaro de fuego que yace en las catacumbas del sol. Dios de la parsimonia, me traes a tus vecinos para que duerman con el enemigo tuyo. En mis sobacos guardo todos los mares, para apaciguar tu furia bendita, irme lejos de mí, penetrar las álgidas avenidas. El cielo colinda con la farmacia y Houdini con voz mujer ha abierto los cerrojos con las mismas manos que se hicieron una misma piedra. El paria de todas las piedras llora en su lápida ardiente. Las manecillas son de una arena inútilmente incendiable, se agrupan en un tiempo ajeno para la muchedumbre de los matorrales solares. Se averió mi flexo-brazo, mi lengua de lagartija, el yoyo tendido a mí, y ahora languidece en las baldosas, se arrastra hacia su vértice cerdoso. Los bomberos abren la puerta y con un vaso de agua sepultan a mi yo abrasado, que gorgojea desde el acantilado lleno de plumas y remoja sus cenizas.

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